miércoles, 15 de agosto de 2012

John Wayne


Quizá su nivel interpretativo no esté al nivel de los más grandes (de hecho en reconocía sus grandes carencias en este aspecto, algo que compensaba con frases cortas y directas en sus diálogos), tampoco gozaba de un gran aspecto de galán con su andar desgarbado y su gran altura (en sus tiempos universitarios fue un gran jugador de fútbol americano, deporte del que solo lo separó una temprana rotura de rótula) no era precisamente el tipo de hombre que solía salir en las revistas especializadas para las jovencitas norteamericanas, sin embargo su gran carisma lo convierte en una leyenda viva del séptimo arte, a día de hoy nos es imposible vislumbrar las grandes praderas o los áridos desiertos de oeste americano sin recordarnos con nostalgia del más carismático cowboy que a lo largo de muchos y gloriosos años supo plasmar como nadie concepto del género por antonomasia del cine norteamericano. Esta fue su vida y obra.

Marion Mitchell Robinson nace en el estado de Iowa allá por 1907 en el seno de una familia presbiteriana, de donde heredó las ideas conservadoras que tanto lo definieron a lo largo de su carrera. Ya desde muy niño comenzó a destacar por su gran estatura, hecho que unido al nombre de su inseparable amigo Little duke (un pequeño perro al que adoraba) trasciende a que sea conocido en su entorno como Duke (duque) algo que lo perseguiría a lo largo de su vida.

Los Morrison pronto se trasladaron a California huyendo de la pobreza, allí Marion acabó en la universidad y acabó como becado para jugar al fútbol americano, sus casi dos metros de estatura y una más que aceptable movilidad hacen que comience a destacar en este deporte, pero una inoportuna lesión lo retira definitivamente y le da ese andar tan característico que paseará a lo largo de las praderas del oeste en su futura carrera. El caso es que la lesión fue un gran contratiempo para Marion pues supuso la inmediata pérdida de la beca de estudios, hecho que lo llevó a refugiarse en otro de sus pasatiempos universitarios: la interpretación.

En los años veinte y aun con el cine mudo, su gran altura y peculiar manera de andar pronto le abre las puertas como extra en varios western de serie B que aprovechaban el tirón de Tom Mix, el cowboy cantante a fin de convertirse en el aperitivo de la grande producciones de la época.

Su primer gran éxito como protagonista llega ya con el sonoro con “La gran jornada” (1930), una gran odisea en el desierto (nada que ver con la bíblica a cargo de Moisés) bajo la firma del siempre correcto Raoul Walsh. La fama que le dio este personaje le dio la oportunidad de firmar un contrato con la Lone Star a fin de protagonizar una serie de películas destinadas como complemento de otras producciones de gran calado


Sin embargo y ya terminando la década de los años treinta, a lo largo de la cual se estaba labrando un nombre en el mundo del cine, llega a su vida la figura de John Ford, todo un pionero del género western y la gran figura de todos los tiempos de este género típicamente americano. El resultado es uno de los grandes clásicos de todos los tiempos del cine del oeste. “La diligencia” (1939).


Los cuarenta por lo tanto comenzaban con fuerza para John Wayne, ya rebautizado cinematográficamente, como la gran figura emergente del western. Durante esta década rueda sin cesar, incluso a varios proyectos al año únicamente interrumpidos por la irrupción de la II guerra mundial. De esta época datan grandes éxitos dentro de su filmografía comenzando con “Los usurpadores” (1941), junto a Marlene Dietrich, “El luchador de Kentucky” (1949) y sobre todo “Río rojo” (1948) otra de las obras maestras de Howard Hawks.


Durante esta época también salió a relucir su vena patriótica expresada mediante su participación en el género bélico, el otro gran género que lo caracterizaría a lo largo de su carrera a fin de levantar el ánimo de las cansadas tropas americanas con películas como “La patrulla del coronel Jackson” o “Arenas sangrientas”, ambas centradas en el conflicto que por aquel entonces asolaba a todo el mundo.


Pero los cuarenta destacaron sin embargo por esa simbiosis mítica que de vez en cuando se da en el mundo del cine ya aventurada con “La diligencia” y es que de la unión del talento de John Ford y John Wayne siguen surgiendo verdaderas obras de arte del western: “Fort apache” (1948), “Tres padrinos” (1948) y “La legión invencible” (1949) así lo atestiguan durante esta década.


Y esta fructífera colaboración no solo destacaría por sacar a relucir estupendos western sino que se unen a la causa del conflicto bélico con verdaderas obras de arte como “No eran imprescindibles” (1945) o ya en menor medida “Hombres intrépidos” (1940).


Con los cuarenta ya atrás Wayne era uno de los actores predilectos y más queridos del gran público. Era el hombre de oro toda producción en donde el duque aparecía sería sinónimo de éxito así John Wayne se convierte en “Hondo” (1953), pasea el desierto con Sophia Loren en “Arenas de muerte” (1957), evoca al típico héroe americano en “Escrito bajo el sol” (1957) o vuelve a compartir éxito con Hawks en “Río bravo” (1959)


Pero si lugar a duda su gran aportación al cine en esta década viene como no de la mano de John Ford con el rueda una ramillete de western que están entre los mejores de todos lo tiempos los “Río grande” (1950), “Centauros del desierto” (1956) o “Misión de audaces” (1959) escriben con letras de oro sus títulos en la historia cinematográfica del western. A cada cual una obra maestra del género.


No contentos con tal proeza el fabuloso binomio crea una de las mejores obras no solo de ellos dos, tanto trabajando en pareja como en solitario sino de toda la historia del cine. Hoy en día “El hombre tranquilo” (1952) está considerada por muchos una de las diez mejores obras de la historia del cine.


En los sesenta ya un maduro John Wayne se atreve con la dirección hastae n dos ocasiones (que a la postre serían las únicas). Rueda “El álamo” (1960) un western que el mismo interpretaría y ya hacia el final de la década “Los boinas verdes” (1968) de género bélico y tildada por muchos de demasiado conservadora al igual que sus ideas.


Mientras tanto John Wayne se dedicaba a hacer lo que más le gusta: cabalgar por preciosos atardeceres, disfrutar de la soledad del desierto e imponer la ley del más fuerte en nuevos western como “El gran Mclintock” (1963), poniendo en vereda a Maureen O´Hara ,una de sus grandes amigas fuera de la gran pantalla, “Los comancheros” (1961) y sobre todo “El dorado” (1966)


Destacable en esta década es el trabajo al lado de Henry Hathaway que da como fruto dos estupendo western que poco tienen que envidiar a los del gran John Ford. “Los cuatro hijos de Katie Elder” (1964) y “Valor de ley” (1969) película por la que logra su único Oscar y que recientemente ha sido objeto de un remake por parte de los hermanos Coen.


Durante la década Wayne también tuvo ocasión de formar parte de grandes superproducciones de gran presupuesto y con interminables repartos que destacaban por su gran calidad. Películas como “El día más largo” (1962), relato impresionante sobre el desembarco de Normandía, “La conquista del oeste” (1962) , cuatro episodios sobre la colonización del oeste o “El fabuloso mundo del circo” (1964) pasan a formar parte de la filmografía del duque.


Y como ya venía siendo habitual la década da pie a nuevas colaboraciones con John Ford como “La taberna del irlandés” (1963) y sobre todo por “El hombre que mató a Liberty Valance” (1962), un nuevo ejemplo de comoo convertir al western en arte pura.


Y en los setenta con un Wayne bastante maduro sigue rodando western de prestigio así se convierte en Chisum” (1970), otro de su personajes más reconocibles, cierra su particular trilogía con Howard Hawks con “Río lobo” (1970) o clamando justicia en “La soga de la horca” (1973).


También le quedan fuerzas para probar un nuevo género en este caso el policíaco de bastante auge en la época. Así de vida a rudos personajes como “McQ” (1974) o “Brannigan” (1975).


Sus dos últimas películas ya mediando la década tenían que ser dos western. En uno coprotagonizado por Kate Hepburn en “El rifle y la Biblia” (1974) que recordaba claramente a “La reina de África” y “El último pistolero” (1976) que rodó ya bastante desmejorado y que forma el epílogo perfecto de un auténtico forajido de leyenda cuya presencia engrandeció todo un género cinematográfico y que poco tiempo después falleció víctima de un cáncer tras haber rodado años atrás víctima del desconocimiento en la materia que prevalecía en la década “El conquistador de Mongolia” en las cercanías de un campo de pruebas nucleares.

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