Quizá su nivel interpretativo no esté al nivel de los más
grandes (de hecho en reconocía sus grandes carencias en este aspecto, algo que
compensaba con frases cortas y directas en sus diálogos), tampoco gozaba de un
gran aspecto de galán con su andar desgarbado y su gran altura (en sus tiempos
universitarios fue un gran jugador de fútbol americano, deporte del que solo lo
separó una temprana rotura de rótula) no era precisamente el tipo de hombre que
solía salir en las revistas especializadas para las jovencitas norteamericanas,
sin embargo su gran carisma lo convierte en una leyenda viva del séptimo arte,
a día de hoy nos es imposible vislumbrar las grandes praderas o los áridos
desiertos de oeste americano sin recordarnos con nostalgia del más carismático cowboy
que a lo largo de muchos y gloriosos años supo plasmar como nadie concepto del
género por antonomasia del cine norteamericano. Esta fue su vida y obra.
Marion Mitchell Robinson nace en el estado de Iowa allá por
1907 en el seno de una familia presbiteriana, de donde heredó las ideas
conservadoras que tanto lo definieron a lo largo de su carrera. Ya desde muy
niño comenzó a destacar por su gran estatura, hecho que unido al nombre de su
inseparable amigo Little duke (un pequeño perro al que adoraba) trasciende a
que sea conocido en su entorno como Duke (duque) algo que lo perseguiría a lo
largo de su vida.
Los Morrison pronto se trasladaron a California huyendo de
la pobreza, allí Marion acabó en la universidad y acabó como becado para jugar
al fútbol americano, sus casi dos metros de estatura y una más que aceptable
movilidad hacen que comience a destacar en este deporte, pero una inoportuna
lesión lo retira definitivamente y le da ese andar tan característico que
paseará a lo largo de las praderas del oeste en su futura carrera. El caso es
que la lesión fue un gran contratiempo para Marion pues supuso la inmediata
pérdida de la beca de estudios, hecho que lo llevó a refugiarse en otro de sus
pasatiempos universitarios: la interpretación.
En los años veinte y aun con el cine mudo, su gran altura y
peculiar manera de andar pronto le abre las puertas como extra en varios
western de serie B que aprovechaban el tirón de Tom Mix, el cowboy cantante a
fin de convertirse en el aperitivo de la grande producciones de la época.
Su primer gran éxito como protagonista llega ya con el
sonoro con “La gran jornada” (1930), una gran odisea en el desierto (nada que
ver con la bíblica a cargo de Moisés) bajo la firma del siempre correcto Raoul
Walsh. La fama que le dio este personaje le dio la oportunidad de firmar un
contrato con la Lone Star a fin de protagonizar una serie de películas
destinadas como complemento de otras producciones de gran calado
Sin embargo y ya terminando la década de los años treinta, a
lo largo de la cual se estaba labrando un nombre en el mundo del cine, llega a
su vida la figura de John Ford, todo un pionero del género western y la gran
figura de todos los tiempos de este género típicamente americano. El resultado
es uno de los grandes clásicos de todos los tiempos del cine del oeste. “La diligencia” (1939).
Los cuarenta por lo tanto comenzaban con fuerza para John
Wayne, ya rebautizado cinematográficamente, como la gran figura emergente del
western. Durante esta década rueda sin cesar, incluso a varios proyectos al año
únicamente interrumpidos por la irrupción de la II guerra mundial. De esta
época datan grandes éxitos dentro de su filmografía comenzando con “Los usurpadores” (1941), junto a Marlene Dietrich, “El luchador de Kentucky” (1949)
y sobre todo “Río rojo” (1948) otra de las obras maestras de Howard Hawks.
Durante esta época también salió a relucir su vena
patriótica expresada mediante su participación en el género bélico, el otro
gran género que lo caracterizaría a lo largo de su carrera a fin de levantar el
ánimo de las cansadas tropas americanas con películas como “La patrulla del coronel Jackson” o “Arenas sangrientas”, ambas centradas en el conflicto que
por aquel entonces asolaba a todo el mundo.
Pero los cuarenta destacaron sin embargo por esa simbiosis
mítica que de vez en cuando se da en el mundo del cine ya aventurada con “La
diligencia” y es que de la unión del talento de John Ford y John Wayne siguen
surgiendo verdaderas obras de arte del western: “Fort apache” (1948), “Tres padrinos” (1948) y “La legión invencible” (1949) así lo atestiguan durante esta
década.
Y esta fructífera colaboración no solo destacaría por sacar
a relucir estupendos western sino que se unen a la causa del conflicto bélico
con verdaderas obras de arte como “No eran imprescindibles” (1945) o ya en
menor medida “Hombres intrépidos” (1940).
Con los cuarenta ya atrás Wayne era uno de los actores
predilectos y más queridos del gran público. Era el hombre de oro toda
producción en donde el duque aparecía sería sinónimo de éxito así John Wayne se
convierte en “Hondo” (1953), pasea el desierto con Sophia Loren en “Arenas de muerte” (1957), evoca al típico héroe americano en “Escrito bajo el sol” (1957)
o vuelve a compartir éxito con Hawks en “Río bravo” (1959)
Pero si lugar a duda su gran aportación al cine en esta
década viene como no de la mano de John Ford con el rueda una ramillete de
western que están entre los mejores de todos lo tiempos los “Río grande” (1950),
“Centauros del desierto” (1956) o “Misión de audaces” (1959) escriben con
letras de oro sus títulos en la historia cinematográfica del western. A cada
cual una obra maestra del género.
No contentos con tal proeza el fabuloso binomio crea una de
las mejores obras no solo de ellos dos, tanto trabajando en pareja como en
solitario sino de toda la historia del cine. Hoy en día “El hombre tranquilo” (1952) está considerada por muchos una de las diez mejores obras de la historia
del cine.
En los sesenta ya un maduro John Wayne se atreve con la
dirección hastae n dos ocasiones (que a la postre serían las únicas). Rueda “El álamo” (1960) un western que el mismo interpretaría y ya hacia el final de la
década “Los boinas verdes” (1968) de género bélico y tildada por muchos de
demasiado conservadora al igual que sus ideas.
Mientras tanto John Wayne se dedicaba a hacer lo que más le
gusta: cabalgar por preciosos atardeceres, disfrutar de la soledad del desierto
e imponer la ley del más fuerte en nuevos western como “El gran Mclintock” (1963), poniendo en vereda a Maureen O´Hara ,una de sus grandes amigas fuera de
la gran pantalla, “Los comancheros” (1961) y sobre todo “El dorado” (1966)
Destacable en esta década es el trabajo al lado de Henry
Hathaway que da como fruto dos estupendo western que poco tienen que envidiar a
los del gran John Ford. “Los cuatro hijos de Katie Elder” (1964) y “Valor de ley” (1969) película por la que logra su único Oscar y que recientemente ha
sido objeto de un remake por parte de los hermanos Coen.
Durante la década Wayne también tuvo ocasión de formar parte
de grandes superproducciones de gran presupuesto y con interminables repartos
que destacaban por su gran calidad. Películas como “El día más largo” (1962),
relato impresionante sobre el desembarco de Normandía, “La conquista del oeste” (1962) , cuatro episodios sobre la colonización del oeste o “El fabuloso mundo del circo” (1964) pasan a formar parte de la filmografía del duque.
Y como ya venía siendo habitual la década da pie a nuevas
colaboraciones con John Ford como “La taberna del irlandés” (1963) y sobre todo
por “El hombre que mató a Liberty Valance” (1962), un nuevo ejemplo de comoo
convertir al western en arte pura.
Y en los setenta con un Wayne bastante maduro sigue rodando western de prestigio así se convierte en “Chisum” (1970), otro de su personajes más reconocibles, cierra su particular trilogía con Howard Hawks con “Río lobo” (1970) o clamando justicia en “La soga de la horca” (1973).
También le quedan fuerzas para probar un nuevo género en
este caso el policíaco de bastante auge en la época. Así de vida a rudos
personajes como “McQ” (1974) o “Brannigan” (1975).
Sus dos últimas películas ya mediando la década tenían que ser dos
western. En uno coprotagonizado por Kate Hepburn en “El rifle y la Biblia” (1974) que recordaba claramente a “La reina de África” y “El último pistolero” (1976) que rodó ya bastante desmejorado y que forma el epílogo perfecto de un
auténtico forajido de leyenda cuya presencia engrandeció todo un género
cinematográfico y que poco tiempo después falleció víctima de un cáncer tras
haber rodado años atrás víctima del desconocimiento en la materia que prevalecía
en la década “El conquistador de Mongolia” en las cercanías de un campo de pruebas nucleares.
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