Hace poco más de un año que nos dejó el que para muchos (entre los que me incluyo) ha sido el mejor director de cine español de toda la historia: Luís García Berlanga. El que suscribe ha tenido la suerte y privilegio de poder asistir hace cinco o seis años a una charla suya encuadrada en los actos oficiales del festival de cine de su ciudad. La lucidez, entrega y carisma mostrados por el cineasta, más próximo a los noventa que a los ochenta por aquel entonces, me dejó fascinado, aunque lo que más me sorprendió era esa ilusión por nuevos proyectos, que finalmente por desgracia no llegaron a buen puerto. Como el mismo dijo “Si Oliveira o Monicelli ruedan a los noventa porque Berlanga no va poder ser igual, parece que en España hay un ansia por apartar a los trastos viejos cuando aún pueden ofrecer servicio”.
Berlanga nace en Valencia a principios de los años veinte en el seno de una familia de ideas liberales (esas ideas que tan sabiamente supo promulgar, esquivando la censura franquista, en su cine de crítica social), ya de muy joven se instala en Madrid para estudiar derecho hecho que le permite inmiscuirse de lleno en la elite cultural de la posguerra. Sus creencias liberales junto al enorme potencial artístico de ese grupo de jóvenes (entre los que también se hallaba Juan Antonio Bardém) provoca que su vocación derive hacia lo artístico, ingresando en el Instituto de Investigaciones y experiencias cinematográficas.
Tras varios cortos, su incursión en el mundo del cine llegó en los cincuenta de mano de su compañero Bardém, que juntos codirigían lo que sería su ópera prima “Esa pareja feliz” (1951). Con la aparición de los Berlanga, Bardém, Nieves Conde, Martín Patino … el mundo del cine en España comenzaba un cambio al margen del cine franquista. Aparecía una corriente de crítica social que buscaba concienciar de una difícil realidad a la vez que se sorteaban los grilletes opresores de la censura.
Su primera película en solitario, con guión de Bardém y colaboraciones de Miguel Mihura, es la crítica ¡Bienvenido Mister Marshall! (1952), en alusión a las infundadas promesas de financiación por parte de los Estados Unidos tras la guerra por medio del plan Marshall. Una comedia coral que se incluye en toda lista de las mejores películas del cine patrio.
Tras el éxito y controversia del mismo se suceden con el tiempo nuevas películas costumbristas: de entre las que destaca la tierna “Calabuch” (1956) hasta llegar a los sesenta, estrenado con “Plácido” (1961), una de sus obras maestras, que le permitió incluso poder optar al Oscar a mejor film de habla no inglesa, en un época en donde nuestro cine vivía y se producía únicamente para dentro de nuestras fronteras. Una fábula social ambientada en la navidad en torno a la pobreza y la hipocresía social.
Su siguiente película lejos de sucumbir tras tan rotundo éxito se convierte en lo que es para muchos su mejor legado “El verdugo” (1963), un perfecto y patético retrato de una controvertida figura que cada vez se estaba quedando más obsoleta.
Tras rodar ¡Vivan los novios! (1970) con José Luís López Vázquez se embarca en un proyecto francés que será una de sus obras más personales “Tamaño natural” (1974) con Michel Piccoli, que cuenta como pareja ideal con una muñeca, fruto de todos sus anhelos, miedos y deseos. Una película en donde Berlanga muestra ese erotismo latente en muchas de sus películas en su grado más álgido.
A finales de los setenta y principios de los noventa rueda de manera consecutiva lo que sería conocida como la “trilogía nacional” (“La escopeta nacional” (1978), “Patrimonio nacional” (1981) y “Nacional III” (1982)). Que narran la decadencia burguesa de la España de posguerra a través de las vivencias de la familia Leguineche.
Las últimas películas de Berlanga, aún lejos de sus grandes obras, resultan interesantes como “La vaquilla” (1985) ambientada en el bonito pueblo aragonés Sos del Rey Católico, en una España del frente franquista en la que se había quedado “enquistada” una compañía republicana, la estrambótica y delirante “Todos a la cárcel” (1993) o su despedida del cine obra “París-Tombuctú” (1999).
Así mismo Berlanga también puso sus miras en la pequeña pantalla, con un proyecto que se convirtió en una especie de reto personal: el dirigió (con cierta ayuda) y se encargó del guión de la serie “Villarriba y Villabajo” (1994), sobre la rivalidad de dos pueblos tan unidos, pero a la vez tan separados.
Berlanga, pues, nos lega una obra, que pese a no ser excesivamente extensa, se antoja clave e imprescindible en el desarrollo del cine moderno español. Una obra que se aleja del omnipotente cine franquista para seguir el camino que las cinematografías de otros países europeos estaban comenzando a tomar.
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