miércoles, 13 de junio de 2012

Akira Kurosawa


El exitoso y pujante cine oriental y por ende japonés mucho debe de su éxito actual a sus grandes figura precursoras, los nombres de Yasujiru Ozu, Kenji Mizoguchi y el más occidental de los directores orientales Akira Kurosawa se escriben con letras de oro no solo en cine proveniente de oriente como una corriente fresca, sino del la historia de la cinematografía mundial. Sus títulos se codean con las más grandes películas jamás filmadas y sus nombres aparecen en libros especializados al lado de los más exitosos y eminentes directores de esto que conocemos con el séptimo arte.

De esta triada de clásicos japoneses el más cercano a nosotros en el tiempo y el más conocido es Akira Kurosawa. Kurosawa nace en Tokio a principios del siglo XX en el seno de una familia numerosa, siendo el menor de los siete hijos del matrimonio Kurosawa.

Ya desde muy pequeño Akira tuvo que vivir el lado amargo de la vida: sobrevivió al devastador terremoto que asoló Tokio en 1923, que lo obligó a deambular entre escombros y cadáveres durante días (algo que lo marcaría de por vida), vio como tres de sus hermanos morían por distintas causas a edades tempranas. Especialmente traumático fue el suicidio de su hermano Heigo, al que más unido estaba y el que lo introdujo en el maravillosos mundo del cine que tanto éxito de depararía (se dedicaba a narrar películas mudas [benshi]).

Desde muy pequeño y gracias a su hermano, Akira siempre tuvo claro su futuro: quería ser director de cine y tan pronto como pudo se anotó en los estudios Tohò, en donde finalizó como ayudante de dirección. Pronto empezó a destacar y afirmar sus propias películas. Su primer título de relevancia es “La leyenda del gran judo” (1943) historia que retomaría años después con “La nueva leyenda del gran judo” (1945), con “El ángel borracho” (1948) se reafirma como uno de los directores más influyentes de oriente. Una historia sobre la yakuza que le sirve además para conocer y firmar el primer trabajo junto a su actor fetiche Toshiro Mifune.


Su primer gran título y una de sus obras maestras llega en 1950 con “Rashomon” con un Toshiro Mifune inconmensurable que intenta clarificar un asesinato desde cuatro puntos de vista. La película es un grandísimo éxito y pone a Kurosawa en el candelero de occidente llevándose el león de oro de Venecia y logrando nada menos que un Oscar honorífico. El nombre de Kurosawa estaba al fin junto a los más grandes.


Los cincuenta prosiguen con una más que óptima adaptación del “El idiota” de Dovstoeivski, pero sobre todo por encadenar dos obras maestras claves para el cine actual. “Ikiru (Vivir)”, un drama perfectamente narrado que reflexiona sobre la vida y la muerte y sobre todo la que muchos consideran su película más significativa: “Los siete samurais” (1954), un gran clásico no solo del género sanbara, sino del cine en general, con la que de nuevo consigue una aclamación general de público y crítica a lo largo del mundo entero, definitivamente lo oriental y Kurosawa en particular estaba de moda en el mundo entero.



Kurosawa estaba en lo más alto, adorado por críticos y con un público más que fiel se dedicaba a firmar una obra maestra tras otra. Así se suceden: "Los bajos fondos” (1957), perfecto retrato de la periferia del Tokio feudal y de las gentes que la habitaban “Trono de sangre” (1957), su primera incursión con Shakespeare, puesto que es una adaptación al Japón feudal de la famosa “MacBeth” y “La fortaleza escondida” (1959), nuevo ejemplo mezcla de cine sanbara y de aventuras que le vale nada más ni nada menos que George Lucas como idea para su archifamosa “Star wars”.


En los sesenta la capacidad creadora de Kurosawa decrece aun así nos sigue legando obras clave para la cinematografía como el caso de “Yojimbo” (1961) (pieza clave para el futuro éxito del remake de Leone “Por un puñado de dólares” [1964]), “El infierno del odio”, en donde Kurosawa se enmascara del mejor Hitchcock en este thiller sobre secuestros y falsos culpables tan de gusto del director británico, o “Barbarroja” (1965) preciosa muestra del Japón rural visto a través de los ojos de un médico destinado en el mismo.
 


Los setenta nos legan la entrañable historia de “Dersu Uzala”(1975), nómada de carácter bondadoso de las estepas rusas que decide ayudar de manera un tanto altruista a un capitán ruso perdido en la extensa taiga siberiana con la que se alza con el Oscar a mejor filme de lengua no inglesa


Los ochenta suponen una vuelta a las raíces; a sus películas de sanbara que retratan a la perfección el Japón feudal con dos obras como “Kagemusha: la sombra del guerrero” (1980) y con la más afamada y premiada “Ran” (1985), con la que además se reencuentra con los textos de Shakespeare, al adaptar libremente de una manera un tanto colorista “El rey Lear” al Japón feudal.


Finalmente la década de los noventa nos supone ver sus últimas tres obras: “Rapsodia en agosto” (1991), “Madadayo” (1993) dos profundas reflexiones sobre el horror de la guerra y el poder de la amistad respectivamente y su obra más personal y hasta en cierto modo autobiográfica “Los sueños de Akira Kurosawa” (1990), a través de ocho relatos (o sueños) en donde el director japonés por antonomasia da rienda suelta a todas sus fobias, filias y pasiones.


Finalmente muere en su casa de Tokio a la edad de 88 con múltiples premios (entre los que se incluyen dos Oscar a mejor película, uno de ellos honorífico y el otro de habla no inglesa) amén de otros muchos tantos y prestigiosos premios que a buen seguro de pequeño apenas atisbaba a predecir cuando soñaba su futuro como director de aquello a lo que venían de llamar cine.

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