martes, 18 de diciembre de 2012

Kenji Mizoguchi


A Kenji Mizoguchi se le considera justamente el primero de los tres grandes directores de cine japonés de toda la historia, conjuntamente con Ozu y Kurosawa. Una especie de padre para un cine que tardó en evolucionar y ser considerado en occidente pero que gracias al trabajo de pioneros como Mizuguchi a día de hoy es una realidad.

El caso es que Mizoguchi nace poco antes de entrar en el siglo XX en Tokio, los escasos medios de los que disponía su familia y la crisis en Japón por aquellos años hicieron que su infancia estuviese sumida en la pobreza, malviviendo en superpoblados barrios de las periferias de Tokio como muchos otros jóvenes de su edad.

Su vida no era fácil tuvo que ver como su padre pagaba su frustración con malos tratos hacia su madre y como para aliviar un poco la desesperante pobreza familiar su hermana fue vendida como geisha. Desde muy pequeño empezó a trabajar como pintor sobre tela lo que con el tiempo le da la oportunidad de trabajar como publicista, oportunidad que pierde al aflorar su conciencia social, llevándolo a participar en protestas contra el opresivo régimen.

Ya aquí ya sin nada que perder decide enrolarse en la relativamente reciente industria del cine, en la que comienza como actor de poca monta para pronto comenzar a expresar sus ideas socialistas a través de este nuevo medio comenzando su carrera de director. Corre el año 1922.

El trabajo de Mizoguchi se vuelve frenético, adapta montones de obras, muchas de autores occidentales que a el le fascinan. Se calcula que en sus primeros veinte años de trabajo llega a rodar casi cien obras, y decimos que se calcula porque la llegada de la segunda guerra mundial en la que Japón participa de manera activa borra para siempre su obra hasta aquel momento, no quedando nada más que algún retazo y muchos recuerdos.

Una de las obra que pervive y que hasta el mismo autor la considera como su gran ópera prima es una historia sobre geishas, en donde vemos una importante influencia personal, de título “Las hermanas de Gion” (1936) en lo que sería considerada como su primera gran aportación al cine.


La fama de Mizoguchi sigue en aumento y su cine social es cada vez más reconocido, a esta primera gran obra la suceden otras como “Elegía de Naniwa”, del mismo año o “El valle del amor y la tristeza” (1937) obras que son antecesoras de su gran espaldarazo definitivo que lo consagrará definitivamente con su primera gran obra maestra. Con “Historia de los crisantemos tardíos” (1938) confecciona un perfecto drama romántico de más de dos horas de duración que aún hoy en día resulta todo un ejemplo de cómo componer una historia.


Después llegaría la guerra y Mizoguchi sabedor que su fama de socialista no le ayudará demasiado decide adaptarse a los tiempos para salvaguardar su trabajo y su obra y decide colaborar con el régimen en una serie de películas destinadas a levantar el ánimo del oprimido pueblo japonés. De esta época datan obras influenciadas con el sanbara, o cine de samuráis, que resaltaban la importancia del honor de un pueblo que desde siempre ha sido cuna de grandes guerreros. Obras como “Los 47 samurais” (1941), “Miyamoto Musashi” (1944) o “La espada bijomaru” (1945) viene a incrementar su filmografía durante estas difíciles fechas.


Pasada la guerra su obra sigue por los mismos derroteros: historias de marcado carácter social, centradas muchas de ellas en los bajos fondos de la sociedad nipona. Citamos a “Mujeres de la noche” (1947), “El destino de la señora Yuki” (1950) o “La dama de Musashino” (1951) por reflejar fielmente estas ideas.


Y en 1952 es cuando llega su espaldarazo internacional. Un occidente que gracias a la aparición de Kurosawa miraba cada vez más a oriente se encuentra con “Vida de Oharu, la mujer galante”, que es muy bien acogida por la crítica y por medio de la cual occidente conoce por fin a uno de las mayores figuras de cine japonés.


Sus siguientes obras serán de las más recordadas del autor y convierte a la década de los cincuenta en su época más productiva, no en cuanto a cantidad, sino en cuanto a calidad, puesto que cada obra que iba saliendo de sus manos era altamente considerada y su éxito no dejaba de crecer junto al de Ozu y Kurosawa, hasta llegar a tener la consideración que hoy en día se tiene por este tridente, no solo a nivel nacional, en donde son considerados poco más que héroes, sino en la evolución de la historia del cine mundial.

La lista continúa con “Los músicos de Gion” (1953), otro drama del Japón feudal, pero sobre todo con la que se considera una de las obras claves de la historia del cine: “Cuentos de la luna pálida de agosto” (1953), largo y curioso título para la que a la postre fue su película más premiada y quizá la que mas asociamos a la memoria del director, junto a “Vida de Oharu”.


Su siguiente obra también le reporta un gran éxito y puede verse en incontables listas de películas recomendables o ranking históricos de los mejores filmes jamás rodados. “El intendente Sansho” (1954) es la adaptación de un viejo cuento feudal japonés sobre la lucha desigual lucha de clases y el sistema de castas oriental.


Sus dos últimas obras de gran calado son “Los amantes crucificados” (1954), famosa obra del kabuki (teatro japonés) considerada como el Romeo y Julieta oriental y La mujer crucificada”, del mismo año, en donde Mizoguchi vuelve al mundo de las geishas tan recurrente a lo largo de su obra.


Su aportación al cine sin embargo no finaliza en 1954 sino dos años más tarde, período en el que la da tiempo a rodar tres películas más que a la postre serían una especie de epílogo de su obra, aunque el culmen de la misma ya había queda atrás con la referidas obras de 1954. Con “La calle dela vergüenza” (1956) Mizoguchi finalizaba su excelente obra con un retrato de la vida cotidiana de los bajos fondos del Japón de la época. En ese año una leucemia acababa repentinamente con su vida privándonos de a lo que a buen seguro sería un legado aún más impresionante de poder continuar llevando a cabo su sueño de plasmar sus ideas y su forma de ver la vida en este medio que tanto le aportó.


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